M.R.: Lo peor del caso es el imaginar que podemos ser felices de una manera egoísta. Una felicidad egoísta es fundamentalmente disfuncional. Algunos se imaginan que pueden construir su felicidad sobre el sufrimiento de otros, mientras nuestra felicidad debe pasar, necesariamente, a través del amor y felicidad de otros. En el budismo hay una práctica que consiste en intercambiarse con los demás. Nos vemos a nosotros mismos como el otro nos verían y vemos al otro como si él o ella fuera nosotros. Podemos usar este ir y venir del movimiento del aliento. Cuando exhalamos, pensamos en dar el amor, salud, longevidad, riqueza, cualidades y conocimiento que tenemos dentro de nosotros. Nos entregamos de manera completa, integra, pensando que cada ser recibe la totalidad de lo que tenemos que ofrecer. Luego, al inhalar, tomamos con gusto todo el sufrimiento y dificultades de los demás, no como un peso sino como una sustancia que somos capaces de disolver, transformar. Y entonces, el amor se convierte en algo tan natural como la respiración.
P.C.: Eso es exactamente lo que necesitamos: amar para poder vivir tanto como necesitamos la respiración para vivir.
C.V.-P.: Dicen que no podemos ser felices sin los demás. Pero entonces, ¿cómo pueden los grandes meditadores vivir por años en una cueva sin ver ni hablar con nadie?
M.R.: Al principio, notan dentro de ellos una impotencia de no poder ayudar a otros, y esto los inspira a desarrollar el amor universal para ser así capaces de ofrecerlo más efectivamente. Es un poco como el mendigo que desea ofrecer un festín a sus amigos sin tener los recursos para hacerlo. Durante todos los años que el gran ermitaño tibetano Milarepa paso en total reclusion, no había ni una sola plegaria, meditación o mantra que no estuviera dedicado para el bienestar de otros. La solitud silenciosa permite que uno desarrolle una tremenda fortaleza para poder lograr una sola meta: el servir a otros, a todos los seres sensibles sin excepción. Podemos pensar que una vida dedicada a la meditación es inútil. Cuando construímos un hospital, la plomería, lo electrico y albañilería no es lo que cura a los enfermos. Sin embargo, una vez terminado el hospital, ayuda mucho el poder realizar una cirugía ahí en lugar de en la calle.
P.C.: En India, mis plegarias son acerca de otros, para otros. Siempre trato de observer cual es la influencia de los demás en mi vida. Algunos hombres han tenido un impacto en mi vida, como Mahatma Gandhi. A veces, simplemente necesitamos conocer a alguien por algunos segundos para que esa persona determine el resto de nuestra existencia. Es similar a dos trenes que se cruzan uno con otro. Claro está, en el occidente, los trenes van demasiado rápido y no tenemos tiempo para observar. En los trenes de la India, a veces mando besos soplados a alguien que va en otro tren mientras se cruza con el mío y obtengo una respuesta. Hace mucho tiempo, conocí a una hermosa mujer de 25 años. Se llamaba Yvonne Tap y había llegado a India en 1950. Profundamente consternada por la situación desoladora de los barrios empobrecidos de Calcuta y me dijo, “No tengo nada que darles así que voy a darme a mí misma.” Esta mujer vino a India solo por tres meses y aún vive aquí actualmente. Se ordenó como monja Carmelita en un monasterio de Bihar, uno de los estados más pobres. Solamente la ví por algunos minutos pero siempre la recordaré.
M.R.: Conozco a alguien que conoció a su maestro espiritual por tan solo unos minutos. Fue como si una puerta se hubiera abierto dentro de él. Fue suficiente.
C.V.-P.: ¿Sufren por estar en soledad?
P.C.: Sí, ese es mi único sufrimiento. Sufro por soledad cultural. Es una soledad que no viene del calor, incomodidad o los mosquitos. Y tu Matthieu, ¿sufres de soledad?
M.R.: No (risa). Los momentos de soledad son un verdadero regalo. Son como la arcilla que necesita el artesano para fabricar una vasija.
P.C.: Aún tengo mucho que aprender. Actualmente estoy en tiempo extra en esta vida para que pueda aún aprender a amar más.