Domingo 22
de Julio 2012.
La
vocación del ermitaño es comúnmente mal entendida. El ermitaño no se retrae del mundo porque se
siente rechazado, porque no tiene nada mejor que hacer más que vagabundear por
las montañas o porque no es capaz de asumir sus responsabilidades. Decide irse, una decision que parecería
extrema, porque se da cuenta que no puede controlar su mente y resolver el
problema de la felicidad y el sufrimiento en medio del ámbito de las
actividades interminables y distractoras de la vida ordinaria. No está escapando del mundo sino distanciándose
de él para ser capaz de ponerlo en perspectiva y entender mejor como
funciona. No huye tampoco de sus
semejantes sino que necesita tiempo para cultivar el amor auténtico y la
compasión que no se verán afectados por preocupaciones ordinarias como el
placer y el desagrado, ganancia y pérdida, halago y crítica. Como un músico que practica las escalas
musicales o un atleta que ejercita su cuerpo, requiere de tiempo, concentración
y constante práctica para ser capaz de dominar el caos de su mente y penetrar
en el significado de la vida. Puede
entonces poner a trabajar su sabiduría en servicio de otros. Su lema podría ser: ‘Transfórmate para poder
así poder transformar de mejor manera al mundo.’
Las
situaciones caóticas de la vida ordinaria pueden hacer muy difícil el progreso
en la práctica y el desarrollo de la fortaleza interior. Es mejor concentrarse solamente en el
entrenamiento de la mente tanto como sea necesario. El animal herido se esconde en el bosque para
sanar sus heridas hasta que esté lo suficientemente bien como para rondar de
nuevo tanto como lo desee. Nuestras
heridas son las del egoísmo, malicia, apego y otros venenos mentales.
El
ermitaño no se ‘pudre en su celda’ como algunos se imaginan. Aquellos que han experimentado como es esto
realmente nos podrán decir que uno madura en su ermita. Para alguien que permanence en la frescura de
la atención consciente del momento presente, el tiempo no tiene el mismo peso
de aquel que se pasa en distracciones sino en la ligereza de una vida
plenamente saboreada. Si el ermitaño
pierde el interés en algunas preocupaciones ordinarias, no es porque su
existencia se haya vuelto insípida sino porque reconoce, de entre todas las
posibles actividades humanas, cuales son aquellas que contribuyen a su
felicidad y a la de otros.
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